La capacidad de ser auténtico: ¿Patrimonio de la infancia?

Tomemos lo mejor de la experiencia de una etapa en la cual ser genuino era cosa de todos los días.

“Quien es auténtico, asume la responsabilidad por ser lo que es y se reconoce libre de ser lo que es“, así el filósofo y máximo representante del existencialismo, Jean Paul Sartre definía el arte de ser genuino.

Tener la capacidad de permitirse la autenticidad sea quizá una de las tareas más difíciles del ser humano una vez que llega a la adultez. Por ello, admiramos y añoramos la infancia.

La niñez es aquella etapa en la cual las exigencias sociales todavía no han hecho mella. Se dice lo que se piensa, lo que se imagina, lo que se cree. No hay límites para la identidad. Un niño tiene la libertad de ser quien es o quien quiere ser. Puede soñar en el presente.

Tienen intacta la capacidad de decir la verdad. A veces exageran en sus explicaciones, pero sin intención de mentir, sólo lo hacen para contarnos un mundo más especial. Esta cualidad se llama imaginación, y tratan de transmitirla a sus pares, a sus padres y a los adultos que parecen haberla dejado en el camino.

Por ello, cuando nos ponemos a la altura de los chicos, sonreímos, imaginamos, creemos y lo más pequeño que se hace gigante. El niño no conoce otro camino que el de la autenticidad, es libre. Todavía no ha incorporado la mirada de los otros o la presión de ser lo que los demás esperan. Ejercen la espontaneidad sin pedir permiso. No están atentos a la opresión que la adultez implica, cuando uno lo permite.

¿Por qué es más fuerte la mirada ajena que la propia experiencia e identidad? ¿Conocemos verdaderamente a los “otros” a los que respondemos? ¿Por qué pensamos por los demás?

Y sí, no es extraño encontrarnos en infinidad de circunstancias en las cuáles planeamos que hacer y decir en torno de un contexto que conocemos mucho, poco o nada. En este andar de presupuestos, modelamos una personalidad a partir de una mirada ajena, que en realidad no estamos completamente seguros de que se trata.

Así, nos relegamos, nos olvidamos y nos negamos a nosotros mismos en pos de agradar a la mirada de los otros. Estamos encarcelados en lo desconocido del contexto

¿Pensar en función de otros no tiene más contras que pros? ¿No es más beneficioso para nuestra propia identidad elegir ser nosotros mismos? Seguramente, tenemos errores pero no dejamos de cometerlos cuando nos negamos. Abandonar el personaje para ser personas quizá sea una de las decisiones más sabias.

Muchas veces escuchamos decir a personas, que recién cuando alcanzan una alta edad, dicen “a esta altura de mi vida si me doy el lujo de decir lo que pienso” ¿Por qué esperar? ¿No es mejor comenzar hoy a ser quien somos?

No hay que hacer grandes esfuerzos, sólo habría que recuperar aquel niño que fuimos, ese ser que no le tenía miedo a la libertad. La adultez puede cargarnos de temores, sólo si se lo permitimos.

 Síguenos en Facebook
 Síguenos en Instagram