Olvídate de ti mismo y ama realmente a la persona que te ha hecho mal!

Una pareja, Edith y Carl Taylor, se amaban y sentían un amor que no era común. Aunque no eran ricos, Edith se sentía la mujer más afortunada del pueblo debido a todo el amor que su marido le entregaba.
Ella y Carl habían estado casados durante veintitrés años, pero era como si recién se hubiesen comprometido. Cuando él tenía que viajar a otra ciudad por razones de trabajo, cada noche le escribía a su esposa una carta de amor. Además le enviaba pequeños regalos de cada lugar que visitaba.

En Febrero de 1950, el gobierno envió a Carl a Okinawa por algunos meses, para trabajar en un depósito (Carl trabajaba en el departamento de Depósito del Gobierno de los Estados Unidos). Esta vez no hubo cartas diarias ni regalos. Cada vez que Edith le preguntaba a Carl por qué estaba tanto tiempo allí, él le escribía diciendo que se tenía que quedar por unos meses más. Había pasado un año y Carl todavía no regresaba. Sus cartas se volvieron menos frecuentes y más formales: el amor había desaparecido.

Luego de tres semanas de silencio, llegó una carta que decía: “Querida Edith, desearía encontrar una manera más apropiada de decírtelo. Acabo de solicitarte el divorcio. Quiero casarme con una mujer japonesa, a la cual amo. Su nombre es Aiko. Ella es una ama de llaves que me ha servido todo este tiempo”.

La primera reacción fue de shock, y luego vino la furia. ¿Debería ella pelear por el divorcio? En ese momento odiaba a su esposo y a esa mujer por haberle arruinado su vida. La herida condujo al odio, y el odio se consumía en el interior de Edith. Pero la gracia de Dios descendió sobre ella. Muy pronto llegó al tercer estado: al de la cicatrización. Edith trató de no juzgar a su esposo, sino de comprender su situación.

Él era un hombre solo: su corazón estaba lleno de amor. Aiko era una chica sin dinero. En estas circunstancias es muy fácil que un hombre y una mujer se unan. Y Carl había elegido el divorcio antes que sacar ventajas de una joven sirvienta. Aiko tenía diecinueve años; Edith tenía cuarenta y ocho. Edith le escribió a Carl una carta, pidiéndole que no rompiera su comunicación con ella. Le pidió que le escribiese, de tanto en tanto, para contarle todas las noticias.

Un día, Carl le escribió contándole que Aiko estaba esperando un bebé. Y así, en el año 1951, nació una niña que fue llamada Marie. Luego, en 1953, nació otra niña, la llamaron Helen. Edith envió regalos para las pequeñas. Carl y Edith continuaron escribiéndose.

Edith no tenía ningún interés en la vida: sólo existía. Trabajaba en una fábrica y así se ganaba su vida. Esperaba que Carl algún día regresara con ella.

Un día, recibió una carta que decía que Carl se estaba muriendo de cáncer de pulmón. Las últimas cartas de él estaban llenas de temor, no por él sino por Aiko y las dos niñas. ¿Qué pasaría con ellas? Todos sus ahorros se habían esfumado en pagar las cuentas del hospital. Carl moriría sin un centavo.

A Edith le costó muchísimo tomar la decisión. Amaba a Carl. ¡Qué no podía hacer ella por el bien de ese amor! Le escribió una carta a Carl diciéndole que, si Aiko quería, adoptaría a Marie y a Helen como sus hijas. Edith se había dado cuenta de que sería difícil, a la edad de cincuenta y cuatro años, ser madre de dos pequeñas. Pero decidió hacerlo por amor a Carl.

Carl murió y Edith cuidó a Marie y a Helen. Fue una difícil tarea. Trabajó muy duro para poder alimentar a las dos nuevas integrantes de la familia. De repente se enfermó, pero no dejó de trabajar para no perder el salario del día. Súbitamente, un día, estando en la fábrica, se desmayó. Estuvo dos semanas en el hospital con neumonía. Allí, ella pensaba constantemente en Aiko. Pensaba en cuán sola se debería de sentir teniendo a sus dos hijas tan lejos. Además de haber fallecido su esposo, tener sus hijas en un país extranjero.

¿Cómo estaría Aiko?

Edith tomó el paso final en el camino del perdón. La madre debía venir y estar con sus hijas. Pero había un problema de inmigración. Aiko era una ciudadana japonesa. Y la cuota de inmigración tenía un alarga lista de espera durante muchos años más. Edith escribió una carta a un editor, quien describió toda la situación en un periódico. Las peticiones habían comenzado. Un permiso especial aceleró los trámites en el congreso y en agosto de 1957 se le permitió a Aiko ingresar a los Estados Unidos de Norteamérica.

Mientras el avión arribaba al Aeropuerto Internacional de Nueva York, Aiko sintió un poco de miedo. Ella no sabía si Edith odiaba a la mujer que le había quitado a su esposo. Ella fue la última pasajera en salir del avión. Edith se dio cuenta del pánico que sufría Aiko. Le pidió fuerzas a Dios y llamó a Aiko por su nombre, y la muchacha fue corriendo hacia los brazos de Edith. En ese momento Edith oró: “Dios, ayúdame a amar a esta muchacha como si fuese una parte de Carl que vuelve a casa. Ahora él está presente en sus dos pequeñas hijas y en esta amable muchacha a la que amó. ¡Dios, ayúdame a sentirlo así!”.

Voy a cerrar este capítulo con una sencilla pregunta: mis queridos hermanos y hermanas, díganme, ¿podrían ustedes amar tanto como ha amado Edith? Antes de su fallecimiento, Edtih repitió las palabras que solía decir cuando vivía junto a Carl: “¡Soy la persona más afortunad del pueblo!”.

Ésta es la magia del perdón.

Claudio María Domínguez

Compartido por Amilcar Fernandez

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Fuente: http://espiritualidaddiaria.infobae.com