El Dr. Maximiliano Alonso, recibe la Orden de José Cecilio del Valle en el grado de “Comendador”
El señor Alonso desempeñó un papel determinante en el proceso de integración de Honduras al Banco de Desarrollo de América Latina y el Caribe CAF.La luz matinal filtrada por los ventanales del salón parecía acariciar más que iluminar. Afuera, el bullicio de Tegucigalpa seguía su curso; adentro, el silencio se hacía pacto.
La Presidenta de la República de Honduras, ministros, embajadores y representantes internacionales ocupaban sus lugares, mientras en el centro de la escena aguardaba el Dr. Maximiliano Alonso, vicepresidente de la CAF (Banco de Desarrollo de América Latina y el Caribe), con la voz contenida y la mirada abierta.
En ese instante, Alonso estaba a punto de recibir la Orden de José Cecilio del Valle en el grado de “Comendador”. No se trataba, como él mismo se apresuró a decir, de un reconocimiento personal. “Lo siento como un símbolo de la relación tan especial que me une con Honduras y su gente”, confesó, antes de que la emoción le templara el tono.
La historia de ese vínculo no nació en tiempos de calma.
La primera vez que puso pie en el país, llegó desde Bélgica, coordinando un proyecto europeo de desarrollo. Era el tiempo posterior a un golpe de Estado. “Pasé casi diez días en un hotel, viendo desde la distancia cómo se escribía un capítulo de la historia hondureña… y para mí no era lejano”, recordó. En Argentina, su propia familia había conocido el peso de la inestabilidad política y la violencia institucional. Fue entonces cuando Honduras dejó de ser para él un destino laboral y se convirtió en una geografía emocional.
Años más tarde, su regreso no fue casual ni tibio.
Desde su paso por el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) y luego en la CAF, su empeño se enfocó en proyectos que buscaban cambiar realidades concretas: infraestructura, energía limpia, desarrollo rural, inclusión financiera, educación. “Nadie se salva solo”, repitió como mantra. “La igualdad, la fraternidad y la solidaridad no son ideas antiguas; son valores urgentes y esenciales para construir una América Latina más justa e integrada”.
En su discurso, el homenajeado también se detuvo en un territorio inesperado:
La tecnología y la inteligencia artificial. Lo hizo sin tecnicismos, con la naturalidad de quien entiende que los avances no son neutros. “No podemos confundir los medios con los fines. La innovación debe estar al servicio de la dignidad humana y del bien común… que nadie quede atrás en la transición digital”, advirtió, como si en esas palabras se jugara también el destino de la región.
Pero no todo fue proyección hacia el futuro.
Hubo espacio para advertencias sobre el presente: “No debemos permitir que el odio, la crueldad y el individualismo se pongan de moda… perderíamos nuestra razón de ser: la certeza de que somos con otros, de que vivimos en comunidad”.
El eco de esas frases encontraba un contrapunto en las palabras del propio José Cecilio del Valle, que el homenajeado hizo suyas: “Los hombres son libres; los hombres son iguales ante la ley… Ningún hombre es obligado a otro hombre, sino cuando él mismo ha querido obligarse”. Era más que una cita histórica: era el hilo conductor entre un pasado visionario y un presente que demanda compromisos firmes.
No faltaron agradecimientos:
Al Gobierno de Honduras; a la Secretaría de Relaciones Exteriores y Cooperación Internacional; a la Presidenta Xiomara Castro; al Canciller y Vicecanciller; a la CAF; a colegas; a “duplas” de trabajo; y, con especial ternura, a su familia. Pero el momento más íntimo, aunque no lo dijera con esas palabras, estaba dedicado a los hondureños y hondureñas: “Su calidez, resiliencia y determinación son un ejemplo para toda la región”.
El salón aplaudió largo. Afuera, el día avanzaba. Dentro, alguien acababa de sellar una promesa: “Este reconocimiento no es un punto de llegada. Es un recordatorio de que el compromiso sigue y que mi corazón, de alguna forma, siempre tendrá un lugar hondureño”.
Y uno se preguntaba si no era esa, en realidad, la esencia de toda distinción verdadera: no premiar lo hecho, sino encender el fuego para lo que queda por hacer.
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