Las escaleras se suben, pero las barreras sociales y físicas se quedan
La verdadera dificultad para la integración de los discapacitados no está en las rampas ni en las leyes, sino en algo mucho más profundo y cotidiano.
La integración de los discapacitados: más allá de las rampas y los discursos
La integración de los discapacitados no depende exclusivamente de las leyes, las ayudas técnicas o las instalaciones accesibles. Aunque todos esos factores son importantes, el verdadero desafío se encuentra en el entorno humano, en la actitud social y en la manera en que la sociedad ve —o elige no ver— a quienes enfrentan alguna discapacidad.
Imagínese intentando pasar una página sin usar las manos, sin encorvar la espalda. Luego, suponga que tiene sed. Vaya por un vaso de agua, pero sin usar las piernas. Después, trate de entender la teoría de la relatividad... sin palabras. Si esto le parece frustrante o imposible, ya tiene una mínima idea de lo que enfrentan millones de personas a diario. Ellos viven en una realidad donde cada acción se convierte en un reto físico, sensorial o mental. Y a esto se suma, muchas veces, la incomprensión del entorno.
Millones de personas en el mundo conviven cada día con barreras invisibles y visibles que recuerdan a las novelas de Kafka. No son ficción: son discapacitados físicos, psíquicos o sensoriales. Algunos logran adaptarse con el tiempo, sostenidos por una red de familiares, amigos o instituciones. Otros lo hacen en soledad, empujados al margen de la vida cotidiana.
Volver a empezar desde cero
José Antonio tenía 32 años cuando sufrió un accidente que cambió su vida. Estuvo un mes en coma. Al despertar, tuvo que aprender de nuevo todo lo que ya sabía: vestirse, identificar objetos, orientarse, leer, escribir. Pasó dos años en una silla de ruedas antes de volver a caminar. “Fue gracias a mi mujer y a mi familia, que estuvieron a mi lado todo el tiempo”, relata.
La lucha silenciosa contra la discapacidad invisible que aún no vemos
No estuvo solo. Voluntarios de una asociación creada por familiares de personas con daño cerebral lo acompañaron durante su recuperación. Hoy, es él quien apoya a otros en su camino. Hace deporte, estudia, viaja, participa como voluntario y dice con seguridad: “Me siento uno más, ni más ni menos que nadie”.
Los 25 centímetros que lo cambian todo
A menudo, la lucha por la integración de los discapacitados se asocia con la eliminación de barreras arquitectónicas. Y no es para menos. Basta un escalón de 25 centímetros para crear un abismo infranqueable para alguien en silla de ruedas. Rampas mal diseñadas, bordillos sin rebaje, escaleras sin alternativa, ascensores que no funcionan, puertas estrechas o baños inaccesibles forman parte del día a día de muchas personas.
No solo se trata de obstáculos físicos. Los carteles mal colocados o los anuncios sin audiodescripción y sin subtítulos son un tormento para personas con discapacidad visual o auditiva. Y aunque en algunos países estas barreras se van eliminando, el proceso es lento, demasiado lento.
Más profundas que el cemento: las barreras mentales
Para Ismael Martínez Liébana, profesor de filosofía, “las barreras más difíciles no son las arquitectónicas, sino las sociales y las psíquicas”. Ismael es ciego y habla con conocimiento de causa. “Quienes se consideran 'capaces' nos miran con desconocimiento. O nos ven como héroes por superar obstáculos, o como pobrecitos dignos de lástima. La normalidad, piensan, la ocupan ellos. Nosotros, por definición, estamos fuera”.
Ismael cree que el rechazo a la discapacidad se origina en el miedo. “Evitamos pensar en ella, como si se pudiera contagiar. No queremos acercarnos a quienes la viven, por si eso nos hace vulnerables”. Pero lo cierto es que uno de cada diez ciudadanos convive con alguna forma de discapacidad. Y muchos más podrían sumarse en cualquier momento, por accidente, enfermedad o envejecimiento.
“Cuando se habla de integración, se da por hecho que todos deben ser iguales, sin que se note diferencia alguna. Pero eso es un error”, insiste. “Integrar es respetar las diferencias, no borrarlas. Si a una persona con discapacidad no se le nota nada, tal vez sea porque el sistema no le permite mostrarse tal como es”.
El acceso al trabajo: un derecho en pausa
Ismael tiene claro que la integración de los discapacitados en el ámbito laboral requiere dos condiciones: el esfuerzo del propio discapacitado y una actitud favorable del entorno. El problema, dice, está en que “adaptar un puesto de trabajo o invertir en formación cuesta dinero, y muchas empresas no están dispuestas a hacerlo”.
En algunos países, la legislación establece incentivos fiscales para los empresarios que contratan personas con discapacidad. También se les obliga a cumplir con cuotas de inclusión y a eliminar barreras en los lugares de trabajo. A pesar de ello, los resultados siguen siendo modestos.
Muchos discapacitados que hoy tienen empleo lo hacen en talleres protegidos, asociaciones o cooperativas impulsadas por sus propias familias. En la función pública hay más avances que en el sector privado, pero aún queda mucho por recorrer.
Desaparecer la silla (aunque sea por un rato)
A Félix Muñoz, un amigo le dijo una vez: “Con el tiempo he llegado a olvidarme de tu silla de ruedas”. Félix es afable, conversador y sereno. Desde su escasa movilidad escribe cuentos y artículos, aunque admite: “Lo hago lento, porque necesito ayuda”. Tiene el teléfono adaptado, utensilios personalizados y una admirable fuerza de voluntad. Aun así, confiesa: “Me gustaría valerme mejor por mí mismo y poder trabajar”.
Como él, muchas personas con discapacidad se enfrentan cada día a necesidades básicas que no siempre son cubiertas. Poder salir de casa, asistir a una obra de teatro, visitar un museo o simplemente tomarse algo con amigos son cosas que para muchos son derechos adquiridos, pero para otros siguen siendo obstáculos que parecen insalvables.
Romper con la imagen del monstruo
Durante siglos, la cultura popular ha cargado a la discapacidad con estigmas. Desde bufones y mancos con garfios hasta ciegos codiciosos, hemos construido un imaginario lleno de caricaturas. Esa imagen, alimentada por el miedo y la ignorancia, es uno de los mayores frenos a la integración de los discapacitados.
Quienes realmente conocen ese mundo —familiares, voluntarios, amigos— saben que no hay un “otro lado”, no hay una “realidad paralela”. Hay una sola realidad, compartida por todos. Una realidad en la que es posible la dignidad, la participación y también la alegría.
Como decía Nietzsche: “Quien lucha contra monstruos, debe cuidar de no convertirse en uno”. Ver la discapacidad con ojos humanos, sin paternalismos ni heroísmos, es el primer paso hacia una sociedad verdaderamente inclusiva.
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