La vocación filial en tiempos violentos

Nadie puede ver lo que no le muestran. Y hoy a los jóvenes hay muchas cosas que no les mostramos, especialmente con nuestras conductas.

Una vez más, las reflexiones colectivas tienen por objeto entender que pasa con los jóvenes. Conductas preocupantes, estadísticas de consumo, descontrol y muertes inexplicables parecen no tener fin.

Los profetas tardíos, aquellos que siguen analizando lo sucedido, no hacen otra cosa, e insisten en buscar quién o quiénes. Todos sabemos quiénes o quién, pero hay algo que parece, no podemos preguntarnos: ¿Por qué? ¿Por qué reina entre nosotros una pulsión de muerte empecinada sobre la vida de nuestros jóvenes?

Es alarmante que una comunidad no pueda comprender que la gravedad de los hechos presentes necesitan de una profunda reflexión personal; lo que implica un movimiento interior aún mayor: ¿Estoy haciendo algo para que esto no siga sucediendo? A la altura de los acontecimientos vividos, me pregunto si todavía podemos pensar que estamos exentos de responsabilidad, en una sociedad construida por nosotros mismos.

Una pregunta que cuestiona el hacer, para encontrar respuestas convincentes, debe dirigirse al ser. Y hablar del ser, me compromete a mi como persona, como individuo, mano a mano con la realidad.

“Tercerizar” la responsabilidad no es otra cosa que esconder la propia y una buena excusa para no hacer nada. Me propongo en estas líneas no hacer lo mismo.

Hablar de juventud es sinónimo de muchas preguntas sin respuestas, es la etapa del descubrimiento, de ver la realidad y encontrarse con ella. ¿Qué será lo que los jóvenes hoy no pueden ver que se estrellan con la realidad? Creo que nadie puede ver lo que no le muestran, y hoy a los jóvenes hay muchas cosas que no les mostramos, especialmente con nuestras conductas.

¿No habrá llegado la hora de preguntarnos qué ven nuestros hijos, nuestros jóvenes, cuando nos ven?

El valor que cada persona le da a su propia vida está relacionado con el sentido de su existencia, con las razones para estar vivo. Estas motivaciones son las que deben buscarse en la persona y en sus valores. Justamente, estos motivos valiosos, son los que permiten humanizar la existencia.

Ahora bien, los mismos necesitan estar adheridos a una persona para no ser meras declamaciones y por ende nos llevan a su práctica; los valores se viven, no se predican.

La vida es un valor en sí. Ahora, cuando éste es vivido y respetado, toma una naturaleza transformadora de su entorno y permite que una comunidad viva en paz. La paz entre los hombres nunca va a ser el resultado de oponernos a los contravalores, va a ser el fruto de la vivencia activa del bien en juego, en este caso de la importancia que le demos a la convivencia pacífica.

La tranquilidad en el orden es la práctica positiva de la conducta humana. Esta es sin duda la mirada ausente de estos tiempos.

Estamos educando a los jóvenes sin enamorarlos del beneficio del valor.

No existe ni el entusiasmo ni la experiencia feliz de vivir una vida orientada hacia el bien.

Me pregunto si hubiésemos invertido el mismo tiempo que invertimos en hablarles del SIDA, en hablarles de la trascendencia de amar a otro; ¿No hubiésemos tenido mejores resultados? El bien es “contagioso” decían los clásicos, esta energía renovadora es lo que hoy, nuestra anémica sociedad necesita.

Ahora bien, cuando se detecta una enfermedad, no basta con el diagnóstico, sino que es necesario actuar para que la misma no siga avanzando. Los padres debemos actuar, y lo debemos hacer ya. Y vuelvo al comienzo.

Debemos encarar el hacer luego de encontrarnos con el ser, en definitiva con nosotros mismos y nuestras convicciones más íntimas. Es justamente en ese lugar donde nos vamos a encontrar con el otro, porque la mirada interior nos lleva necesariamente al encuentro.

Es la voz desesperada en este desierto de soledades apuradas y reactivas de una sociedad que se empeña en educar en el individualismo, y por eso no puede hacer otra cosa que defenderse, y a la vez frustrarse, porque siempre llega tarde, y al desencontrarse se siente sola.

El valor se enseña con el testimonio de la propia vida.

Si los padres, los maestros y todos los que tienen la responsabilidad de educar no muestran otra cosa, el escenario se queda vacío y lo ocupan los “oportunistas de la muerte” que supuestamente representan “...la cultura juvenil, cuando en realidad son representantes de una cultura hecha por adultos para los jóvenes, que los explotan...”, así lo expresa de manera brillante el Dr. Jaim Etcheverry en varios de sus escritos.

Solo podremos construir una sociedad que de soluciones serias a preocupaciones tan acuciantes si compartimos valores, y para esto es necesario educar, sino viviremos fragmentados, heridos, solos y con la sensación de que nunca va a cambiar nada.

La vida en comunidad depende del otro y el otro depende de mí. Por eso es impensable desarrollar ámbitos de felicidad en “islas individuales”.

Debemos comprender definitivamente la importancia que tiene jugarse por hacer que la vida del prójimo sea mejor y esto es lo que nuestros hijos deben experimentar a partir del testimonio que reciben de sus padres.

Hay un deseo muy profundo en nuestros corazones de padres y madres, a veces paralizado por la inacción, que nuestros hijos necesitan ver.

Es ésta la vocación filial del presente: dar motivos válidos para actuar y seguir creyendo que un mundo mejor es posible.

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Lic. Adrián Dall’Asta, Director Ejecutivo Fundacion Padres