"Cien mejor que uno"

Resumen del libro "Cien mejor que uno", de James Surowiecki, conocido columnista de la revista New Yorker, en el cual explora una idea aparentemente sencilla pero que tiene profundas implicaciones. Dadas las circunstancias adecuadas, los grandes grupos son más inteligentes que las minorías selectas, por brillantes que estas sean, cuando se trata de resolver problemas, promover la innovación, alcanzar decisiones prudentes e incluso prever el futuro.

Esta inteligencia, o “la sabiduría de la multitud”, se presenta bajo diferentes disfraces. Es la razón por la cual el motor de búsqueda Google puede explorar miles de millones de páginas de Internet y dar con la única que contiene la información que se le ha pedido. La sabiduría de la multitud tiene algo que decirnos acerca de por qué funciona el mercado de valores (y por qué, tan a menudo, deja de funcionar) y es el ingrediente que puede marcar la gran diferencia en cuanto a la manera en que las empresas llevan sus negocios.

Quizá el rasgo más sorprendente de la sabiduría de la multitud sea este: si bien sus efectos nos rodean por todas partes, es difícil verla e, incluso cuando la hemos visto, cuesta admitirla. La mayoría de nosotros, en tanto que votantes, inversores, consumidores o directivos, estamos convencidos de que la clave para resolver problemas o tomar buenas decisiones estriba en hallar a la persona adecuada que tenga la solución. Aunque veamos que una gran multitud de personas, muchas de ellas no especialmente bien informadas, hace algo tan extraordinario como, digamos, predecir los resultados de unas carreras de caballos, tendemos a pensar que este éxito se debe a unos cuantos tipos listos (los expertos) que andan entre la multitud, no a la multitud misma. El argumento de este libro es que no hay que ir a la caza del experto, porque eso es una pérdida de tiempo y muy costosa además. Lo que debemos hacer es dejar de buscar y consultar a la multitud, porque hay muchas probabilidades de que acierte.

La inteligencia colectiva

En el concurso de televisión ¿Quieres ser millonario? se enfrentaba todas las semanas a la inteligencia de grupo con la inteligencia individual, y la de grupo era la que ganaba siempre.

La estructura del concurso no podía ser más sencilla: al concursante se le formulaban preguntas y se le sugerían varias respuestas posibles. En caso de quedar encallado en alguna pregunta, el concursante podía solicitar tres tipos de ayuda. Primero, que se descartaran dos de las cuatro soluciones posibles. De esta manera le quedaba una probabilidad de acertar del cincuenta por ciento. Segundo, consultar por teléfono a un pariente o un amigo, que debía ser una persona señalada de antemano por el concursante como uno de los sujetos más inteligentes que conociese. Tercero, lanzar la pregunta a los espectadores presentes en el plató, cuyas respuestas se recogían inmediatamente con ayuda de un ordenador.

Los expertos acertaban casi un 65 % de las veces, mientras que una multitud reunida al azar elegía la respuesta correcta el 91 % de las veces.

Otro ejemplo ilustrativo: el 28 de enero de 1986, a las 11:38 de la mañana, la lanzadera espacial Challenger se elevó sobre su plataforma de despegue en Cabo Cañaveral. Setenta y cuatro segundos más tarde explotó. A los ocho minutos de la explosión, la onda expansiva de la noticia alcanzó las líneas de comunicaciones del índice bursátil Dow Jones.

En cuestión de minutos, los inversores empezaron a desprenderse de los títulos de las cuatro principales empresas que habían participado en el lanzamiento de la Challenger: Rockwell International, Lockheed, Martin Marietta y Morton Thiokol.

Los valores de Morton Thiokol fueron los más castigados. Casi inmediatamente, el mercado había identificado a esta empresa como la responsable de la catástrofe de la Challenger.

El mercado había acertado. Seis meses después de la explosión, la comisión presidencial encargada de la investigación reveló que los componentes fabricados por Thiokol habían dado lugar a una fuga. Los gases calientes de la fuga incidieron sobre el tanque principal de combustible y esa fue la causa de la catastrófica explosión.

¿Cómo lo acertaron? Lo que ocurrió ese día de enero fue que un grupo numeroso de individuos se planteó una pregunta: “¿Cuánto menos valen estas cuatro compañías ahora que la Challenger ha estallado?”. Y encontraron la respuesta correcta. Estaban reunidas las condiciones bajo las cuales la estimación promedio de una multitud probablemente daría un resultado muy aproximado. Aunque ninguno de los operadores tuviese la certeza de que la responsable era Thiokol, colectivamente estaban seguros de que lo era.

El mercado se comportó con inteligencia ese día, porque satisfizo las cuatro condiciones que caracterizan a las multitudes sabias: diversidad de opiniones (que cada individuo sustente una información particular, aunque no sea más que una interpretación excéntrica de los hechos conocidos), independencia (que la opinión de la persona no esté determinada por las opiniones de las demás personas que la rodean), descentralización (que la gente pueda especializarse y fundarse en un conocimiento local) y agregación (la existencia de algún mecanismo que haga de los juicios individuales una decisión colectiva). Cuando un grupo satisface estas condiciones, sus juicios tenderán a ser acertados. ¿Por qué? En el fondo, la respuesta reside en una perogrullada matemática. Si se pide a un grupo suficientemente numeroso de personas distintas e independientes una predicción, o la estimación de una probabilidad, y se saca luego el promedio de esas estimaciones, los errores que cometa cada una de ellas en sus respuestas se anularán mutuamente. O digamos que la hipótesis de cada persona consta de dos partes: información y error. Si se despeja el error, queda la información.

La diferencia que marca la diferencia

Si contemplamos la historia de muchas industrias nuevas, desde el ferrocarril pasando por la televisión hasta los ordenadores personales, o más recientemente Internet, se revela una pauta constante. En todos los casos, los primeros días del sector se caracterizan por una profusión de alternativas, muchas de ellas muy diferentes las unas de las otras en cuanto a diseño y soluciones técnicas. Conforme pasa el tiempo, el mercado va espigando ganadores y perdedores, y elige con gran eficacia las tecnologías que van a prosperar y las destinadas a desaparecer. La mayor parte de las empresas fracasan y quiebran o son adquiridas por otras. Al final, queda un reducido número de protagonistas que juntos controlan la mayor parte del mercado.

Esta manera de desarrollar y comercializar nuevas tecnologías parece un despilfarro enorme y es legítimo preguntarse por qué seguimos haciendo las cosas de esta manera.

Para contestar a esta pregunta, consideremos un enjambre de abejas. Las abejas son notablemente eficaces en su búsqueda de alimento. ¿Cómo lo consiguen? Ellas no se reúnen a discutir colectivamente cómo deben distribuirse las exploradoras para hacer la prospección. Lo que hacen es enviar a las exploradoras a recorrer la zona circundante. Cuando una abeja localiza un yacimiento que promete contener mucho néctar, regresa al panal y ejecuta una danza con muchos meneos del abdomen. De alguna manera la intensidad de esa danza transmite a las demás la excelencia del yacimiento de néctar encontrado, y atrae a otras exploradoras que emprenden el vuelo siguiendo a la primera. En cambio, las exploradoras que han encontrado sitios menos abundantes atraen menos seguidoras y, en muchos casos, incluso pueden acabar abandonando sus yacimientos. Lo que resulta en conjunto de esta actividad es que las recolectoras acaban distribuyéndose entre los distintos yacimientos de una manera casi óptima. Es decir, cosechan la mayor cantidad posible de alimento en relación con el tiempo disponible y la energía invertida en la búsqueda. Es una brillante solución colectiva al problema de cómo alimentar a la colonia.

Si trasladamos este planteamiento a los grupos humanos veremos que una de sus claves es la diversidad. Se necesita diversidad entre los emprendedores que concurren con sus ideas, de manera que observemos diferencias significativas entre esas ideas, en vez de variaciones menores alrededor de un mismo concepto.

Por supuesto, muchas empresas nuevas fracasan. Pero eso es necesario para que otras tantas triunfen. El sistema eficaz es el que tiene capacidad para generar muchos perdedores y, luego, reconocerlos como tales y eliminarlos. A veces el planteamiento más despilfarrador es el más sabio.

Pero no basta con generar un conjunto variado de soluciones posibles. También es necesario que la multitud pueda distinguir entre las soluciones buenas y las malas. La diversidad ayuda porque aporta perspectivas que de otro modo tal vez no se presentarían y porque elimina, o por lo menos debilita, algunos de los rasgos destructivos de la toma colectiva de decisiones.

Scott Page, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Michigan, ha realizado una serie de fascinantes experimentos mediante la simulación informática de agentes solucionadores de problemas, al efecto de demostrar la eficacia positiva de la diversidad. Para ello, Page estableció grupos de diez a veinte agentes, cada uno de ellos dotado de un conjunto de destrezas diferente, y los puso a resolver un problema de cierta complejidad. Individualmente, algunos de los agentes se mostraban muy hábiles en resolver el problema, comparados con otros menos eficaces. Lo que descubrió Page fue que un grupo formado por agentes muy hábiles y otros no tan hábiles sacaba, la mayoría de las veces, mejores resultados que otro grupo compuesto exclusivamente de agentes muy hábiles. De manera que, en lo tocante a la resolución, habría dado lo mismo, o mejor, formar el grupo seleccionando los agentes al azar en vez de perder mucho tiempo en tratar de identificar a los más hábiles para ponerlos a trabajar en el problema.

Lo que se desprende de esto es que el nivel de inteligencia grupal por sí solo no es decisivo, porque la inteligencia por sí sola no garantiza la diversidad de los puntos de vista frente a un problema. Los grupos formados por gente demasiado parecida tienen más dificultad en seguir aprendiendo, porque cada uno de sus miembros aporta cada vez menos informaciones nuevas al acervo común. Los grupos homogéneos son muy buenos para lo que saben hacer bien, pero poco a poco se vuelven menos capaces de investigar alternativas. Llevar miembros nuevos a la organización, aunque no tengan tanta experiencia ni tanta destreza, mejora la inteligencia del grupo justamente porque lo poco que saben los recién llegados no es redundante en relación con lo que saben todos los demás.

Esto no quiere decir que unos analistas bien informados y provistos de experiencia no sean útiles para llegar a tomar buenas decisiones. Lo que significa es que, por muy informado y experimentado que sea el experto, sus opiniones y consejos han de echarse a un fondo común, junto con los de otros, para sacar el mejor partido de él (y cuanto más numeroso el grupo, más fiable será su dictamen). También significa que son una pérdida de tiempo las operaciones de “caza de cerebros” en busca del hombre que tiene las soluciones para todos los problemas de una organización. Sabemos que las decisiones del grupo van a ser consistentemente mejores que las de la mayoría de los individuos del grupo, y que lo seguirán siendo decisión tras decisión, mientras que la eficacia de los expertos humanos experimenta variaciones tremendas en función del tipo de problema cuya resolución se les solicita. En conjunto, es improbable que una sola persona funcione, a largo plazo, mejor que el grupo.

Monos de repetición: imitación, cascadas de información e independencia.

La independencia es importante para obtener decisiones inteligentes por dos motivos. En primer lugar, se evita la correlación de los errores cometidos por la gente. Los errores individuales no perjudican el juicio colectivo del grupo, excepto cuando todos los errores apuntan sistemáticamente en el mismo sentido. Una de las formas más rápidas de predisponer sistemáticamente la opinión del grupo en una determinada dirección es haciendo que sus miembros dependan los unos de los otros para adquirir información. En segundo lugar, es más probable que unos individuos independientes aporten datos nuevos, en vez de repetir la información ya conocida por todos. Los grupos más inteligentes, por tanto, son los formados por sujetos con perspectivas diferentes y capaces de mantenerse independientes los unos de los otros. Bien entendido que independencia no implica imparcialidad ni racionalidad. Uno puede ser tendencioso e irracional, pero, mientras siga siendo independiente, no perjudicará la inteligencia del grupo.

Cuanto mayor sea la influencia que los miembros de un grupo ejerzan los unos sobre los otros, y mayor el contacto personal que tengan entre sí, menos probable será que alcancen decisiones inteligentes como grupo. A mayor influencia mutua, mayor probabilidad de que todos crean las mismas cosas y cometan los mismos errores. Lo que significa que existe la posibilidad de que uno se haga individualmente más sabio pero colectivamente más tonto.

En 1968, unos psicólogos hicieron el siguiente experimento: colocaron a una persona en un cruce entre dos calles e hicieron que mirase al cielo durante sesenta segundos. Algunos transeúntes, no muchos, se detuvieron a ver qué estaba contemplando, pero los demás pasaron de largo.

La vez siguiente, los psicólogos apostaron a cinco personas mirando al cielo. El número de los curiosos que también se detuvieron a mirar se multiplicó por cuatro. Cuando los psicólogos colocaron a quince oteadores del cielo en la esquina, consiguieron que se detuviera el 45 por ciento de los transeúntes. Con un nuevo aumento de la cohorte de los observadores, hasta un ochenta por ciento de los peatones hicieron un alto para mirar.

Lo que ilustra este experimento es la idea de “prueba social” o la tendencia a suponer que cuando muchas personas coinciden en hacer algo o en creer algo, sin duda deben tener una buena razón para ello. Lo malo es que cuando son demasiados los que obedecen a tal estrategia, esta deja de ser sensata y el grupo deja de ser inteligente.

Las presiones que cualquier comunidad puede infligir a sus miembros pueden ser enormes. Esto explica la aversión al riesgo de la mayoría de sus miembros. Cuesta seguir una línea diferente cuando la mayoría de los compañeros se atienen exactamente a una misma estrategia, sobre todo si la nueva estrategia es más arriesgada y el posible fracaso es público e imperdonable. Con estas condiciones, el no significarse y el limitar las pérdidas, mejor que tratar de innovar arriesgando grandes pérdidas, no solo proporciona tranquilidad emocional, sino que además es lo más sensato profesionalmente. Es el fenómeno que algunos llaman herding (gregarismo), buscar la protección de la manada.

Otro peligro surge cuando las decisiones de la gente no se toman todas de una sola vez sino en secuencia. Es el fenómeno que los economistas denominan información en cascada y, en teoría, debería funcionar de la siguiente manera: supongamos un grupo numeroso de personas que puede optar entre ir a un nuevo restaurante indio o a un nuevo establecimiento tailandés. El restaurante indio es mejor (en términos objetivos) que el tailandés. Todas las personas del grupo recibirán, en un momento dado, alguna información acerca de cuál de los dos restaurantes es mejor. Pero esa información no es perfecta. A veces dirá lo que no es cierto, es decir, que el establecimiento tailandés es mejor, y alguna persona se verá encaminada en un sentido equivocado. Para suplementar las informaciones que tienen, las personas se fijarán en lo que están haciendo los demás. De este modo, si una primera pareja casualmente tiene la información errónea y llega a creer que el restaurante tailandés es magnífico, irán a este. Llegado este punto, en el modelo de información en cascada todos los seguidores suponen —aunque dispongan de información que les aconseja ir al restaurante indio— que probablemente el tailandés debe de ser mejor, ¿acaso no está siempre lleno? Con lo que al final todos toman la decisión equivocada simplemente porque los primeros comensales fueron casualmente personas que tenían una información errónea.

Según este modelo, cada individuo de la cascada tiene tanta información privada como cualquiera de los demás. Lo único que confiere mayor influencia a los primeros que adoptan un producto es el hecho de haber sido los primeros, dado que así sus acciones han sido observadas por todos los demás.

Sin embargo, en su libro La frontera del éxito, Malcolm Gladwell ha ofrecido una interpretación muy diferente del mecanismo de la cascada. Se trata de que algunas personas son mucho más influyentes que las demás, y las cascadas (él las denomina “epidemias”) se transmiten a través de los vínculos sociales y no entre una simple masa de desconocidos anónimos que se observan mutuamente. En todo caso, las personas buscan información, pero creen que la tienen los expertos, los comunicadores y los vendedores.

Las decisiones colectivas tienen más probabilidades de ser buenas cuando las toman personas con opiniones distintas que elaboran conclusiones independientes, atendiendo primordialmente a la información privada de que disponen. En las cascadas no se cumple ninguna de esas condiciones. La dirección de una cascada la determina una minoría de individuos influyentes, bien sea porque casualmente se han adelantado a los demás, o porque poseen determinadas destrezas y encajan de determinada manera en los casilleros del entramado social. En esa situación la gente no decide con independencia, sino profundamente influida y en algunos casos incluso determinada por los circunstantes.

Ensamblando las piezas

Tras el 11 de septiembre, las carencias de los servicios de inteligencia estadounidenses parecieron evidentes. La comisión que el Congreso creó al efecto concluyó que los servicios de inteligencia pasaron por alto informaciones que, de haber sido evaluadas, “habrían mejorado en gran medida la posibilidad de descubrir y evitar” los atentados.

En vez de proporcionar una imagen coherente de los peligros a que se enfrentaba Estados Unidos, los distintos servicios produjeron una plétora de instantáneas parciales. El senador Richard Shelby, que fue el crítico más severo del trabajo de dichos servicios, acusó en particular al FBI de paralizarse debido a “su estructura organizativa descentralizada” que había originado “la dispersión de las informaciones y su apropiación por una especie de baronías independientes”.

Pero el problema de los servicios de inteligencia estadounidenses no era la descentralización, sino el tipo de descentralización que estaban practicando. Lo que les faltaba era un verdadero procedimiento para agregar no solo las informaciones, sino también los juicios. O, dicho de otro modo, no existía un mecanismo que permitiera explotar la sabiduría colectiva de los cerebros de la Agencia de Seguridad Nacional, de los magos de la CIA y de los agentes del FBI. Tenían descentralización pero no agregación; y, por consiguiente, tampoco organización.

La eficacia de los servicios de inteligencia quizá se podría haber visto significativamente mejorada si intentos como la creación de FutureMAP hubiesen prosperado. Se trataba de una iniciativa de crear mercados de toma de decisiones, que teóricamente habrían hecho posible que los analistas de diferentes agencias y burocracias comprasen y vendiesen contratos de futuros basados en sus expectativas acerca de lo que pudiera ocurrir en Oriente Próximo y otros lugares. Estos mercados habrían tratado de predecir probabilidades de acontecimientos concretos (por ejemplo, es de suponer, atentados terroristas), y para elaborar sus conclusiones los operadores participantes habrían tenido acceso a informaciones clasificadas y datos actualizados de inteligencia, entre otros. Se confiaba en que un mercado interno de esta especie ayudaría a sortear las rivalidades intestinas, políticas y burocráticas, que innegablemente han perjudicado la creación de un acervo común de datos de inteligencia en Estados Unidos.

Pero al haberse abortado el proyecto (por parecerles a algunos “escandaloso” e “inmoral” hacer apuestas sobre catástrofes en potencia), nunca sabremos si los mercados de decisión habrían aportado algo positivo a las actuales actividades de los servicios de inteligencia. La coordinación en un mundo complejo.

En 1969, el sociólogo William H. Whyte recibió el encargo de un proyecto que le llevó a pasarse buena parte de los dieciséis años siguientes sin hacer nada más que observar cómo se movían por su ciudad los neoyorquinos.

Whyte demostró que el peatón es capaz de moverse por las aceras con asombrosa velocidad, incluso a las horas de máxima circulación, sin tropezar con los demás viandantes. Su experimento nos enseñó la belleza de una multitud bien coordinada, donde una gran cantidad de ajustes minúsculos y sutiles —de velocidad, ritmo y dirección— se suma para dar un flujo relativamente fácil y eficiente. El peatón está previendo constantemente el comportamiento de los demás. Nadie le ordena por dónde ni cuándo ni cómo caminar. Cada uno decide por sí mismo lo que debe hacer, basándose en las mejores suposiciones alcanzables acerca de lo que van a hacer todos los demás. Y, de alguna manera, suele funcionar bastante bien, como si todo estuviera presidido por alguna especie de genio colectivo.

El de la circulación peatonal es un problema de los llamados de coordinación, que son ubicuos en la vida cotidiana. ¿A qué hora saldremos de casa para ir a trabajar? ¿Dónde vamos a cenar esta noche? ¿Dónde encontrar amigos? ¿Cómo nos repartimos los asientos en el vagón del metro? Todos esos son problemas de coordinación, y también lo son muchas de las cuestiones fundamentales a que debe responder todo sistema económico: ¿quiénes van a trabajar dónde?, ¿cuántas unidades debe producir mi fábrica?, ¿cómo garantizaremos que la gente obtenga los bienes y los servicios que necesita? Lo que define un problema de coordinación es que, para resolverlo, cada uno, además de tener en cuenta la que él cree que es la solución correcta, debe tratar de averiguar lo que creen al respecto otras personas. Esto se debe a que las acciones de cada persona afectan a lo que hagan todas las demás, y dependen de ello al mismo tiempo.

Para coordinar las acciones hay un medio obvio: el ejercicio de la autoridad, la coerción. Pero muchos problemas de coordinación exigen soluciones de abajo arriba, no de arriba abajo. En el fondo de todos ellos subyace la misma pregunta: ¿cómo se consigue que las personas encajen sus acciones voluntariamente (es decir, sin que nadie les diga lo que deben hacer) y lo hagan de una manera eficiente y ordenada?

Cuando se trata de problemas de coordinación, la toma independiente de decisiones (es decir, el tomarlas sin tener en cuenta las opiniones de los demás) pierde su sentido, porque lo que yo deseo hacer depende de lo que creo que vas a hacer tú, y viceversa. En consecuencia, no parece garantizado que el grupo vaya a dar con soluciones inteligentes. La sorpresa es que, sin embargo, da con ellas bastante a menudo.

En 1958, el sociólogo Thomas C. Schelling realizó un experimento con un grupo de estudiantes de Derecho de New Haven (Connecticut). Les solicitó que formaran parejas a las cuales les hizo elegir “cara” o “cruz” buscando la coincidencia; 36 de 48 colaboradores dijeron “cara”. Repartió entre los colaboradores un cuadrado dividido en dieciséis casillas y les pidió que marcasen una (si todos los miembros del grupo marcaban la misma casilla se les premiaba). El 60 % marcó la primera casilla del margen superior izquierdo. E incluso cuando las diferentes elecciones del problema podían ser infinitas, la gente acertó a coordinarse bastante bien. Por ejemplo, a la invitación “diga un número positivo”, un 40 % de los estudiantes contestó “el uno”.

Schelling sugiere que en muchas situaciones hay señales visibles o “puntos focales” donde convergen las expectativas de la gente (estos puntos se llaman en la actualidad “puntos de Schelling”). Las personas coordinan con otros sus intenciones y expectativas porque cada una sabe que las demás intentarán hacer lo mismo que ella. Pueden coordinarse para obtener finalidades complejas y mutuamente beneficiosas, por más que al principio ni siquiera estén realmente seguras de cuáles sean esas finalidades ni de lo que hay que hacer para alcanzarlas.

La cooperación en la sociedad.

Para resolver problemas de cooperación, tales como quitar la nieve de las aceras, pagar los impuestos, reducir la contaminación, etc., hace falta que los miembros de un grupo o sociedad hagan algo más que fijarse en lo que están haciendo los demás. Es menester que adopten una definición del interés más amplia que la visión miope de la maximización del beneficio a corto plazo. Y también es necesario que cada uno pueda confiar en los que le rodean, porque, cuando la confianza está ausente, la búsqueda miope del interés propio es la única estrategia sensata.

En septiembre de 2003 Richard Grasso, jefe de la Bolsa neoyorquina, se convirtió en el primer director ejecutivo de toda la historia del país despedido por ganar demasiado dinero. Grasso había dirigido la Bolsa desde 1995 y, según la opinión mayoritaria, había hecho un buen trabajo. Sin embargo, cuando se supo que el organismo que él mismo presidía iba a pagarle 140 millones de dólares, el escándalo fue inmediato y atronador.

Desde la perspectiva de cualquier economista, la reacción del público se estimaría profundamente irracional. Los seres humanos se mueven obedeciendo al interés egoísta y elegirán siempre la opción que les beneficia personalmente, con independencia de lo que hagan los demás.

Pero, en la práctica, la gente prefiere quedarse sin nada antes que conceder que el otro se lleve la mayor parte del botín. Las personas quieren que haya una relación razonable entre mérito y recompensa. Eso era lo que fallaba en el caso de Richard Grasso. Cobraba demasiado por hacer demasiado poco.

La indignación suscitada por el retiro dorado de Grasso era irracional en un sentido económico, pero fue un ejemplo de lo que los economistas Samuel Bowles y Herbert Gintis han llamado “reciprocidad fuerte”, esto es, la voluntad de castigar el mal comportamiento (y premiar el bueno), aunque personalmente no se obtenga de ello ningún beneficio material.

La reciprocidad fuerte, según Bowles y Gintis, es un “comportamiento prosocial”, porque incita a trascender la definición estrecha del interés egoísta y a hacer deliberadamente o no cosas que tienden al bien común. De esa manera, las acciones individualmente irracionales producen un resultado colectivamente racional.

En la empresa:

¿Todos los jefes son iguales?

La maldición del sector de la moda consiste en el enorme lapso de tiempo que transcurre entre los primeros esbozos de las colecciones y la llegada de los artículos a las tiendas. Ese lapso significa que, en vez de reaccionar con celeridad a los deseos reales de los consumidores, el profesional ha de adivinar lo que gustará dentro de seis o nueve meses. Este tipo de previsión comercial, que ya es difícil cuando se trata de televisores o reproductores de DVD, se vuelve casi imposible cuando es cuestión de vender una cosa tan reconocidamente efímera como la ropa de moda. Y así, hasta las empresas de confección de más éxito suelen acabar el año con montones de prendas no vendidas que van a las rebajas o a las tiendas de saldos.

Pero esto no le pasa a la compañía española Zara. Lo que ha hecho esta empresa de confección es prescindir del mencionado sistema ineficiente en favor de algo nuevo basado en la sabiduría de las masas. En vez de entregar los productos por temporadas, lo hacen dos veces por semana en sus seiscientas tiendas repartidas por todo el mundo. En vez de producir doscientos o trescientos artículos al año, Zara lanza más de veinte mil. No acumula existencias y los diseños que no han tenido aceptación suelen desaparecer de colgadores y estanterías en cuestión de una semana o poco más, así que la compañía no necesita practicar descuentos ni recortar precios. Todos los gerentes de las tiendas de Zara están equipados con unos dispositivos portátiles directamente conectados con los estudios de diseño de la compañía en España, a través de los cuales informan a diario acerca de lo que está comprando la clientela, de lo que no quiere, de lo que pide pero no encuentra. Y, más importante aún, hace posible que la compañía no necesite más de diez o quince días en pasar del diseño de un vestido a su venta. Esta combinación de velocidad, diseño y precio ha convertido a la compañía coruñesa en, posiblemente, el minorista más innovador y arrasador del mundo.

Zara puede actuar con esta agilidad porque la compañía está montada de abajo arriba para ser rápida y flexible. Por ejemplo, como la mayoría de las tiendas de moda, Zara compra el 90 % del género en el extranjero. Pero, a diferencia de otros, que tienden a subcontratar la confección de sus productos en Asia o Latinoamérica, Zara realiza por cuenta propia la conversión de la materia prima en producto acabado. La compañía tiene en España 14 fábricas altamente automatizadas, donde los robots trabajan estampando, cortando y tiñendo las 24 horas del día.

La segunda cosa que hace bien Zara es coordinar las acciones y las decisiones de decenas de miles de empleados suyos, consiguiendo que encaminen sus energías y su atención a un mismo objetivo: fabricar y vender prendas que el público quiera comprar. También, la empresa logra coordinar su comportamiento con el de sus clientes, pese a que no tiene ningún control sobre ellos. Esa coordinación interviene a través del mercado, gracias a los precios. Si Zara ofrece productos suficientemente buenos a un precio suficientemente razonable, los clientes entrarán por la puerta.

En la fase final del proceso, cuando las piezas cortadas han de ensamblarse para convertirlas en faldas, vestidos y trajes, Zara la confía a una tupida red de unos trescientos pequeños talleres de Galicia y el norte de Portugal. De esta manera, la compañía recoge las ventajas de una mano de obra independiente, de calidad artesanal, y no pierde el control sobre el producto acabado, porque esos pequeños talleres son más socios de Zara que proveedores.

Un buen lugar para considerar las promesas y los peligros de las distintas maneras de coordinar una empresa es, por extraño que parezca, Hollywood, y en particular las películas de gánsteres. Lo que tienen en común todas las películas de gánsteres entre sí y cualquier empresa corriente es que se trata de un grupo de personas que se han organizado para realizar una tarea, cuyo objetivo último es ganar un dinero.

Muchas veces la película de gánsteres proporciona una representación bastante exacta de los desafíos a los que se enfrenta una empresa.

Así, en estas películas hay, básicamente, tres tipos de organizaciones gansteriles. Como ejemplo de la primera sirve El Padrino (segunda parte). Aquí la empresa está dirigida de arriba abajo por una jerarquía, más o menos lo mismo que la corporación tradicional. El imperio de la familia Corleone aparece representado bastante explícitamente como una especie de gran conglomerado, cuyo director general ejecutivo, Michael Corleone, desarrolla las operaciones de la familia buscando siempre nuevos campos de actividad, algunos de estos incluso legales. Esta organización tiene una serie de ventajas: el de arriba puede tomar decisiones rápidas y conseguir que se ejecuten de manera terminante. Lo cual, a su vez, hace posible las inversiones y la planificación a largo plazo. Michael tiene lugartenientes en todas partes, por tanto puede dirigir con eficacia las operaciones más alejadas, sin necesidad de presentarse él mismo. Y como el negocio genera constantemente dinero en efectivo, Michael puede realizar grandes inversiones sin necesidad de acudir a la financiación ajena.

Sin embargo, los inconvenientes de la estructura corporativa son también obvios. A Michael suele resultarle difícil obtener la información que necesita, porque muchas veces a sus lugartenientes no les interesa revelar todo lo que saben. El hecho de que esos lugartenientes y soldados de a pie trabajen para los Corleone no es óbice para que también persigan su propio interés egoísta, bien haciendo sisas o entendiéndose con las familias rivales. Estos problemas aumentan conforme va creciendo la organización, porque es más difícil estar al tanto de todo. Y, lo más importante, que debido a la jerarquía de arriba abajo, Michael va quedando cada vez más aislado de las opiniones que no sean la suya y rechaza la sabiduría de las multitudes. En cierto sentido, y aunque Michael tenga a cientos de hombres trabajando para él, la organización no solo le pertenece, sino que es él, y eso es lo que augura la ruina de la familia a largo plazo.

Otro modelo muy diferente de organización grupal puede verse en Heat, de Michael Mann, donde Robert De Niro desempeña el papel de jefe de una pequeña y cohesionada banda de profesionales altamente cualificados en el atraco a mano armada. En cierto sentido esa banda se parece mucho a una compañía pequeña y eficiente. Tiene todas las ventajas de los grupos reducidos y bien trabados, a saber: confianza, especialización y conocimiento mutuo de las destrezas de cada uno. Como sus miembros se controlan los unos a los otros, no es fácil que ninguno intente actuar por su cuenta como sucede en las grandes organizaciones. Y, como la recompensa por el trabajo es inmediata y va directamente vinculada al esfuerzo, cada uno tiene un incentivo poderoso para contribuir. Pero el hecho de ser un grupo pequeño limita al mismo tiempo las posibilidades de la banda. Las ambiciones de los componentes están definidas por los recursos disponibles. Y como el premio depende por entero del esfuerzo, apenas hay margen para el error. El fallo de uno de ellos puede acarrear el fracaso de todo el grupo.

Y, en efecto, la ruina de la banda comienza cuando ella admite en su seno a un miembro nuevo y desconocido que no se atiene a las reglas convenidas y acaba por trastornar los finamente hilados planes del grupo.

El tercer modelo puede hallarse en películas como La jungla de asfalto y Reservoir Dogs, en las que se reúne un grupo de individuos para dar un solo golpe y luego dispersarse, más o menos a la manera de las productoras independientes. Este modelo permite elegir los protagonistas uno a uno en función de sus destrezas especiales (planificar el golpe, abrir cajas fuertes, manejar explosivos, etcétera), de manera que el grupo obtiene exactamente lo que se necesita para hacer el trabajo.

Pero la formación del grupo es laboriosa y resulta difícil garantizar que sus miembros actuarán para el interés común y no el suyo propio. Hay desconfianza entre ellos (lo que es lógico teniendo en cuenta que no se conocían de antes), y se dedica una parte considerable de las energías a averiguar los móviles de cada uno.

Lo que sugieren estos tres tipos de películas es que ningún modelo de organización ofrece una solución ideal. Por esta razón, las compañías como Zara podríamos decir que intentan combinar los tres modelos de las películas de gánsteres en uno solo. Quieren mantener la estructuración y la coherencia institucional de la corporación tradicional. Quieren que el trabajo día a día sea realizado por grupos bien cohesionados. Y quieren reservarse además la posibilidad de acudir a pensadores y trabajadores del mundo exterior. Son empresas que explotan al máximo la sabiduría de las multitudes.

Vía: Leader Summaries

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